Raro como un perro verde, extrañamente atraído por lo asexuado y temiblemente cambiante tanto en continentes como en contenidos, David Bowie era una bomba en los setenta. Encadenó en pocos años una serie de discos/milagro que abrieron ojos y oídos a partes iguales cambiando para siempre gustos e influencias, iconografía y estilo. A un paso de la era punk este artista, perfectamente encasillable entre los más flipados de la historia, se atrevía con el rock de guante blanco.
Bowie destacó siempre como un tipo demasiado independiente como para hacer caso de la moda o los esteriotipos mostrando un individualismo feroz que lo llevó a consolidarse como un estilo personificado. He aquí un ejemplo más.
Lo mejor de Aladdin Sane es el ambiente distendido y la crudeza rock que desprenden sus canciones. Las temáticas de sus letras son difíciles de descifrar pero, por encima de la barrera de esperpentos, brilla la preocupación por el futuro y la vida en las ciudades. Un personaje como este que siempre se nutrió de la respiración nocturna y la rebeldía juvenil no podía presentar cuatro cancioncillas de amor y esperar los pasmos del respetable. Para conseguir ser Bowie, hay que ser marciano y visceral, ser un pasota que mira de reojo la fama entre sorprendido y altivo. Ser Bowie, el Bowie de este disco, significa que eres conocedor de todos los registros y cada una de las antesalas que hicieron del rock la fotografía perfecta del siglo XX.
miércoles, 17 de marzo de 2010
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